sábado, 13 de mayo de 2023

Relato: Estrellitas Locuras

Magade Qamar
Esta es la historia mágica de una pequeña ternerita nacida en una pequeña granja a las faldas de una montaña de picos nevados en invierno y verdes praderas en primavera.

Cuando nació no parecía muy diferente a las demás: blanca con manchas negras y con un par de perfectas estrellas, como una dentro de otra, marcadas en lo alto de su testuz, lo que la hacía muy graciosa. Preciosa y traviesa, algo independiente e inquieta, seguía a su madre en la distancia justa, y se arrimaba cuando el hambre apretaba. A veces parecía una cabra, dando brincos de un lado a otro entre el resto de las vacas. Algunas la tociaban* para que estuviera quieta o se alejara. Otras, aguantaban pacientemente; quizá recordaban que también habían sido pequeñas. No era una vaca loca, pero Joaquín, el viejo granjero, la llamaba Locuras porque a él, sí lo traía de calle.

Aquella mañana, cuando Joaquín entró en la cuadra para limpiar a sus vacas y darles de comer, se percató de que algo raro ocurría. Paquita, la mamá de Locuras, amamantaba a una ternera que se parecía mucho a la ternera, blanca y negra, pero sin estrellas en la frente. La observó detenidamente. Fruncía el ceño y se rascaba la cabeza como si así pudiera venirle una clara explicación de qué había ocurrido con su pequeña vaquita.

—¡Qué extraño!— pensó el hombre, poniendo los brazos en jarras, aunque no tenía intención alguna de pelearse con nadie, mas sí de averiguar qué misterio se encerraba ante sus ojos.

No le resultó complicado atrapar a Locuras, ya que cuando comía solo atendía a comer. La supervisó bien, buscando la estrella y, al final, la halló en una de las patas traseras.

—¡Qué extraño!— insistió entre dientes.

Día tras día, sucedía lo mismo. Locuras parecía ser la misma. Ahí estaban sus manchitas blancas y negras... y su doble estrella... cada día en un lugar diferente de su cuerpo. Aquello tenía muy confundido al viejo granjero que jamás había oído hablar de algo así y menos, haberlo visto. Pero debía callar porque sus vecinos podrían pensar que sus vacas estaban embrujadas o, peor aún, que el chiflado fuera él. Y ya tenía bastante con escuchar mil y un aspavientos y protestas por el carácter travieso de la ternera, así como tener que pagar por las consecuencias de aquella manía suya de curiosear los huertos que a su paso hallaba.

—¡¡¡Esa ternera tuya es una locura!!! —le decían—. ¡¡¡Te va a salir cara!!!

Estaba claro que tenía que averiguar qué ocurría en el establo. Aquella noche de finales de semana, Joaquín se apostó en la parte alta y observó. No sucedió más allá de la aventura de un ratón paseándose por el borde del comedero, sin miedo alguno, a pesar de la presencia de Lucas, el gato que nunca estaba cuando era necesario. A veces, Joaquín se preguntaba qué para qué estaba aquel gato que se pegaba la vida durmiendo y bebiendo la leche de las vacas.

A partir de ahí, aconteció lo que otras noches, como siempre había sucedido a lo largo de los siglos cuando la luna se preparaba para bañarse de un rojo amanecer bajo la sombra de la tierra, solo que nadie había prestado el debido detalle al asunto.

Era algo que ocurre desde que el mundo es mundo, pero desde que el primer hombre miró al cielo y descubrió la luna, se había convertido en un hecho mágico, a veces agorero, cuya comprensión se escapaba a su sencillo entender y cuyas únicas preocupaciones eran que sus cosechas y sus animales no se echaran a perder. Cuando logró comprender los ciclos de la luna todo pareció ser diferente, aunque aquellas noches en las que se mostraba tan grande que ocupaba el horizonte y tan cerca que casi se podía tocar; que brillaba tanto que podía convertir la noche en día o se acicalaba de un curioso tono rojizo, seguían siendo adalid de sus temores y supersticiones.

Visto su fracaso por haberse dormido, Joaquín decidió repetir la vigilancia.

Al atardecer, la luna empezó a mostrarse diferente, a ensombrecerse e ir desapareciendo. Estabuló su ganado en la cuadra y cerró a cal y canto, permaneciendo con él. Los animales no se mostraban demasiado inquietos. No así él, que de tanto en tanto observaba a través de uno de los ventanucos, sin abrirlo en exceso, el devenir de la noche. El aspecto de la luna le resultaba turbador. No recordaba haberla visto así antes en todos sus años.

Joaquín, el viejo y curtido granjero, no olvidaría aquella circunstancia. Cuando despertó, maldijo el momento, pero fue a ver a Locuras. Sonrió agradecido y respiró hondamente, mientras la ternera contemplaba con muchísima atención el vuelo de un diente de león que se había colado por el hueco de la ventana.

A partir de ese momento, Locuras, la locura de la granja y de los vecinos, pasó a llamarse Estrellita, la joven vaquita a la que el destino había tocado con un halo de magia. Quedaría así, en algún resquicio de la memoria de Joaquín, el misterio que acaeció aquellas noches en la que la luna se vistió con velos rojos y danzó coqueta entre las sombras del cielo.

Nota de la autora
Tociar es un verbo en aragonés para referirse al hecho de que el ganado se golpee en la cabeza, generalmente, uno contra otro o golpeen a alguien.

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Magade QamarQamar para los amigos— es un seudónimo literario que significa «el halo que tiene la luna cuando el cielo quiere llorar», es decir, cuando parece que puede llover.

Fuente: Caracolas en las nubes.

2 comentarios:

  1. Muchísimas gracias, mis queridos amigos, por contar conmigo y mis escritos para vuestros proyectos. Un placer enorme poder contribuir. Cotad conmigo para lo que sea menester.
    Un montón de besos.

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    1. Gracias a ti, Qamar, por un relato tan bonito.
      Además, sirve para que los lectores de este blog vean cómo quedarían sus textos si participan en el Proyecto «Literatura Digital».
      Si alguien quiere participar en dicho Proyecto, puede enviar un mensaje a través del formulario que se encuentra en la parte superior de la columna lateral y le doy más detalles,
      Besitos 😘

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